lunes, 27 de octubre de 2008

MEMORIAS PEDRO EL CRUEL,CAPS VARIOS

El Rey Pedro , en Astudillo, goza de la paz junto a su mujer, María de Padilla, y sus hijos Beatriz, Constanza, Isabel y Alfonso.




CAPÍTULO LI



Hallándome sin diligencias, en situación de bienestar y acomodo, en Astudillo, me dí una tregua para disfrutar de los amores de mi mujer, María de Padilla, y del cariño de mis hijos, habidos con élla, Beatriz, Constanza, Isabel y Alfonso, y aprovechar la mucha paz de aquel entorno, después de dar licencia a mis Consejeros, Capitanes y Vicarios, a fin de que se recrearan en sus asuetos y holganzas, y que gozaran también del afecto de los suyos, o con quien convinieran, todos éllos lejos de mí, disponiéndome, mientras paseaba por las mañanas, plagado de aire limpio, que me hacía daño, a reflexionar sobre el tan traído y llevado asunto de la crueldad que se me atribuía, que trovadores y juglares venían recitando, recogido en el romancero, por plazas y castillajes, cuyos versos decían “unos dicen que es justo/otros dicen que mal hecho/que el rey no es cruel si nace/en tiempos que importan serlo, decires éstos y otros más incisivos y lacerantes, pagados por el clan de los Trastámara, los mas interesados en pregonar aquel calificativo, después de lanzar otras infamias, procedentes en su mayoría de Tello, haciendo correr el rumor de mi condición de judío y consecuentemente, bastardía, naturaleza aquélla que según él venía de una antigua relación de mi madre con un hebreo apuesto y distinguido, después de padecer élla el repudio de mi padre y por ende, la devoción de éste por Leonor de Guzmán, vertiendo la mala baba aquél Tello, fuera del balde, y escupir este mentidero, por doquier, con el animo de inflar su mala sangre bastarda y ensuciar con este insulto mi noble sangre, honra y linaje.

Lo cierto es que yo tenía el sentimiento de que no era un ser compasivo, singularmente con los que me habían hecho mal, así como a los míos, o a mis ideas, y causas, al tiempo que era incapaz de compadecerme de aquellos otros a los que no conocía, o que nunca habían llamado mi atención, y a quienes nada debía, y merecían de mi violencia o justicia, por su comportamiento desordenado, fuera de lo común, infringiendo lo indicado por las leyes, y esta impresión la tenía cuando yo iba pasado de joven, percibiéndome maduro, bien barbado y asentado, con brazo recio, capaz de mandoblear la espada a una sola mano y esgrimir con la otra, la misericordia, con excepcional habilidad.

Y si crueldad significa ausencia de compasión yo la poseía a raudales, y lo que si sé es que aquel vicio o virtud la tenía asumida en su nivel más alto, después de haber sido curtido y adiestrado por Martín López de Córdoba, en principio, para aguantar las consecuencias que conlleva la practica de la crueldad, y con su reiteración, tenerla por compañera para, a través de élla, hacer a la gente temerosa, convencido de que el temor, el miedo y el pánico al Señor empujan a los hombres a realizar buenas acciones, porque el temor al dolor y a la tortura que acostumbran y cultivan los Señores, hacen que los súbditos descarriados se conduzcan mejor que aquellos que se manejan con excesiva liberalidad y manga ancha.

Y de aquel tutor y luego General de mis ejércitos aprendí a obtener información del enemigo y del traidor practicando la tortura, ejercitándola directamente, o mediando con verdugos las maneras de introducir astillas bajo las uñas y luego prenderlas fuego; untar partes del cuerpo con melaza y miel, y cabalgar allí hormigas; suspender cuerpos en el aire y lastrar los pies con robustas piedras; colgar cuerpos desnudos por pies y manos, rozando las nalgas un metal acabado en punta hasta quedar empalados; y enjaular, abandonando a los allí torturados, a la intemperie, para luego arrojarlos por las pendientes de un cerro o despeñero.

Y todo esto que es cierto y así queda escrito, por haber sido yo entrenado, desde mi más violenta infancia, por mi padre, y luego por preceptores especializados en el arte de matar, primero, animales, empezando por pájaros y aves, luego, culebras, víboras, arañas alacranes, escorpiones, y más adelante cérvidos de toda condición, alternando estos bichos con enfrentamientos, casi cuerpo a cuerpo, con jabalíes agonizantes, usando de puñales, a la manera de dientes de un lobo feroz; y segundo, a cualquier hombre de guerra enemigo, enfrentado a caballo o a pie y hacer fuerza contra él y hendirle en la garganta el puñal, degollándole despacio, mirando a sus ojos, sin dar ocasión a perdonar su vida.

Y más evidente era que el oficio de rey yo lo tenía revalidado, cultivando, amén de la crueldad, otras virtudes, entre ellas la creencia de que yo era superior a los demás, como si mi persona tuviera carácter sacro, rozando con la divinidad, puesto en este mundo sin ordenación a nadie y a nada, pletórico de poder para ejercerlo de manera absoluta, con total desprendimiento, ignorante de las personas, consciente de que yo era la ley en mi reino, con capacidad justa para penar y matar, y lo más importante, sin sentimientos de culpa o contricción de cometer pecado, por hacer o no hacer, arguyendo siempre razón de Estado y bien común, según lo sentado y puesto en boga por los cristianos Tomistas en los púlpitos de las iglesias.

La cuestión esencial era indagar sobre la razón de mi crueldad, ignorando si ésta era o no justa, preguntándome cuál sería su origen y de dónde procedía, dejando a un lado las consideraciones citadas sobre su educación y adiestramiento, cobijándome más en los aspectos que hacían referencia a los recelos que desde niño yo sufría, motivados por las acechanzas y seguras venganzas de mis hermanos bastardos, cuidándome de ellos en el paso del tiempo, y de sus aliados, posibles traidores a mi causa y trono, que me podían perder y matar, de ahí mi continua y alocada desconfianza, que inexorablemente me conduciría a comportamientos caprichosos y extravagantes, chupando sin saber por qué prendas de lana, morderme las uñas, y lavarme excesivamente las manos, y cualquier otra parte del cuerpo que tuviera sudada, exagerando la pretensión de inmacular mi cuerpo sin nada de suciedad, motivo por el que impedí en la Corte cualquier tipo de contacto o saludo corporal, asunto éste que inflaría los bulos sobre mi carácter lunático, hablándose de mí que si yo no permitía el besamanos era por cuestión de mi crueldad o de menosprecio, conducta ésta, que Enrique de Trastámara y Tello lanzarían a todos los vientos, sirviéndose de cantamañanas para que vocearan por ahí de mi crueldad, publicando que yo tenía algo en la cabeza que me hacía irritable, impulsivo y colérico, secuelas de enfermedades padecidas y también, por mi cuerpo desarmónico y contrahecho, llegando al punto de afirmar aquéllos que el diablo se había anidado en las cuevas de mi cuerpo, expulsando del mismo los últimos alientos de mi alma.




































Una comitiva encabezada por el rey nazarí Muhamad V se presenta en Sevilla, en calidad de amigo y vasallo, celebrándolo el rey Pedro con desfiles, vítores, y ágapes, sirviéndole un festín al modo morisco, cocinado por almohades.




CAPÍTULO LII

Sevilla desde que se instalaron los árabes tenía nombre de musulmana, Isbiliya, conquistada por querencia de amor hace un centenar de años, después de largo asedio, por el rey Fernando, el tercero de los reyes castellanos, trasladando allí su Corte, cariño que alimentaría en su hijo, el décimo de los Alfonso, rey que levantó la primera iglesia en estas tierras, llamada de Santa Ana, aquella que fuera abuela de Nuestro Señor Jesucristo, y en acción de gracias por haber sanado al rey de una afección de ojos que le aquejaba, que luego yo multiplicaría, levantando iglesias después de un terremoto reciente que acabó con muchas vidas de cristianos y almohades, moros que eran mayoría de la población sevillana, erigidas aquéllas bajo la advocación de San Marcos, San Lorenzo, San Vicente, Santa Marina y otras, de carácter civil, pero impregnadas de caridad y amor a Dios, como un Hospital para los viejos, y también una Casa para las Arrecogidas, que allí llaman a las doncellas que pierden honra y virtud, entrepernadas, movido por la enorme deuda que yo debía a los santos del cielo y al Altísimo, por el cuidado que habían procurado de mi enfermedad en la piel, ya sanada.

Sevilla estaba vestida como si una doncella a desposarse fuera, engalanada con abalorios y mantales que colgaban de ventanas, balcones y terrazas, distinguiéndola como la ciudad más bonita y encantadora del mundo, perfumada élla con aires de poniente que atraían olores de azahar, mezclados con aromas de flores de naranjo y cerezo, hasta el punto de emborrachar mi sensualidad, lo que me empujaría a hermosear a todo aquello que mis sentidos olieran, miraran, escucharan y tocaran, saboreando al Guadalquivir como a un dulce de caramelo de almendra y coco, repleto él de vírgenes desnudas que se bañaban en calmosos espejos de agua, cruzando éllas, despacito, a nado, entre orillas, para encontrar amores y a quienes abrazar, y luego cobijarse para secar las mucha ansias de pecado y gozo. Sevilla era una maravilla, y aquella mañana más, dispuesta a recibir al rey nazarí, y amigo Muhamad, que en comitiva real, de más de quinientos, entre guerreros y servidores, atravesaba el primer puente del río, pasando junto a una torre que parece de oro, dejada a su derecha, y penetrar por las calles de Triana, regadas con pétalos de rosas y camelias, repletas éllas de cristianos, judíos, y bereberes que no paraban de aclamar y vitorear a aquel joven y gallardo monarca granadino, respondiendo él, a caballo, y los suyos, con saludos afectuosos y chirimías, acompañado de timbales, tirados por bestias, que hacían retumbar la tierra que se pisaba y trastear las mampostas de fachadas del camino, provocando este circo ambulante un espectáculo inusual, de noche de Reyes Magos, quedando todos y yo mismo, atónitos, por tan singular fuerza, frescura y belleza, desparramándose las gentes en bullicio, alegría y sones de felicidad, que harían de esta jornada una vivencia única para guardar en la mochila del recuerdo.

La procesión real y su comitiva, a la que me uní en su algarabía y contento, después de apretarme en ceñido abrazo a Muhamad, continuó por los andenes de la Catedral de Santa María, levantada ésta sobre una Mezquita Mayor y pasar después a la vera de una torre que llaman La Giralda, que es la más elevada, no sólo de Sevilla, sino de Al Andalus, a la que se puede acceder a su mayor altura con caballerizas, y desde allí atalayar la vega del Guadalquivir, deteniéndonos frente a mi Alcázar donde reservé al joven monarca uno de los palacetes, Alcazaba que integraba varias piezas para descansar, salas de baño, jardines con parterres hundidos, fuentes con surtidores y salones de embajadas, que serían del gusto de Muhamad, agradeciendo mi largueza y amable hospitalidad, retirándome por un tiempo de los aposentos a fin de que éste hiciera sus cuidados y modificara, si tuviera a bien, ropajes y vestidos, a fin de asistir al ágape que cocineros y coperos almohades habían organizado con la etiqueta de gran festín, servido el mismo en una tabla sin fin, sobrevolada en el suelo, sustentada la misma en pequeñas patas y cuñas, que hacía de mesa, ocupada élla por comensales notables, unidos a mí por lazos de fidelidad y demostrada devoción, todos, fuera de la costumbre de sentarse en bancadas, recostados éllos en el suelo sobre cojines o asentaderas que permiten apoyar los riñones o parte de las espaldas, sin cuencos donde recoger los alimentos que se sirvieran, y a falta de utillajes para acompañar los manjares, así como una menestra de condimentos revueltos, expuestos en una extensa fuente, desplazando los sirvientes desde las cocinas, los primeros, que consistían en bandejas de higos, pasas, confites, leche y miel, seguido de una sopa espesa, elaborada con gachas de harina y sémola que ellos llaman cuscus, donde flotaban unas pelotas a las que dicen albóndigas, hechas de carne picada de cordero, mezclada con especies y hierbas aromáticas, y para terminar, gallina ensalada con habas, espinacas y leches fermentadas, regado todo el festín con caldos de mostos de uva y jarabes afrutados de naranja y limón, excluyendo, por prohibidos, las carnes que procedieran de caza, singularmente jabalí, tan apetecido por los castellanos, y aquellos que viven de la carroña o se muevan a ras de suelo, y cualquier otro alimento que fuera tocado por infiel o mujer mestruante y muy singularmente condimentos que fueran revueltos de ajo y cebolla, agradeciéndome Muhamad estos detalles en el transcurso del ágape, diciendo: - Señor y amigo, quedo grato por tu hospitalidad, sellando desde ahora mi devoción por ti, y a Alá pongo por testigo que seré aliado tuyo cuantas veces me necesites, obligándome, desde este momento a abandonar lo que tuviere entre manos para servirte y acompañarte donde tú vayas, auxiliándote en la dificultad y en la guerra, y como muestra de lo que digo quiero, ante los tuyos, cederte, si vos lo aprueba, por el tiempo que conviniera, a los mejores guerreros entre los míos, capitanes, adalides y almocadenes de mis tropas y bajo ellos trescientas lanzas, moriscos en su mayoría, aunque entre ellos hay conversos procedentes de Valladolid, Segovia, Salamanca, Ávila, Roa, Arévalo, Ágreda, Briviesca, Burgo de Osma, Tordesillas y Magerit, en número de veintinueve, por los que pagué, por cada uno, cuatro mil trescientos veinte maravedís de ración y sesenta varas de tela-, señalando a varios de ellos para que se mostraran ante mí, permaneciendo estos a tres pasos, en compostura armada, presentándose el primero con el nombre de García de Jaén, diciendo que era converso y capitán de moros, y un segundo, Álvarez de Guadix, que era adalid, y un tercero, González Márquez, que se empeñaba en ser atabalero, y otro más, Benito de Marchena, ocupado como trompeta, preguntando yo, a la vista de ellos, después de admirar las espuelas que calzaban, sus adargas circulares, construidas de cuero, más flexibles que los escudos castellanos, vestidas de rojo y verde, y la cobertura de sus armas, usando espada corta y delgada con empuñadura pesada, al que decía ser capitán, por su quehacer, contestando aquél: -Señor yo soy uno de los tres capitanes de la guardia morisca de mi rey Muhamad, que Alá guarde, y tengo el empeño de cuidar su persona y a la gente de su Casa, en la guerra y en la paz, y hago la frontera en el reino de Murcia, liderando a mis guerreros en la toma de castillos, especializados en singular estrategia para asediarlos- y después de éste, el mismo Muhamad presentaría al adalid, diciendo de él que su rango venía señalado por ser individuo de buen seso, sabio, prudente, esforzado y leal, dependiendo de él, en la guerra, la manera de lograr agua y yerbas, y dónde hacer celadas al enemigo, y saber cuántos son y de qué manera guerrean, y también, conocer el modo de aposentar a los guerreros, sabiendo previamente atajos, después de situar atalayas y escuchas- concluyendo, después de lo visto y oído, que estos personajes , desde ya, se incorporasen a mis huestes con los rangos que tuvieren y que sirvieran en mi guardia personal, acoplados a la reducida escolta de cuarenta y ocho ballesteros y monteros de a caballo que yo tenía, procedentes éstos de la villa de Espinosa, población enclavada al norte de Burgos, ubicada en la montaña, gente ésta que, desde el Conde Sancho García de Castilla, por tradición venía ejerciendo la guardia de la Cámara Real de los Reyes de Castilla.




















Hinestrosa, Embajador en Portugal, a la vuelta de negociar alianzas con aquel reino, cuenta el sucedido amoroso del rey Don Pedro de Portugal con su favorita doña Inés de Castro, y la manera de cómo este rey obligó al pueblo y a la Corte a reconocer a Doña Inés como su reina, sentada en el trono, cuando era ya un cadáver.




CAPÍTULO LIII



Hinestrosa de vuelta de Portugal, enviado por mí a la corte del rey Pedro, negoció y cerró en mi nombre alianzas favorables que permitían a Castilla comerciar, junto a Portugal e Inglaterra, por los mares del norte de Europa y Cantábrico, protegiéndonos de la flota francesa, y de paso, pactar con los genoveses, que tenían puertos concertados con Castilla en las inmediaciones de las desembocaduras del Guadiana, marinos ellos que navegaban y comerciaban, en las dos orillas del estrecho de Gibraltar, y por el litoral del Mediterráneo, tocando la mayoría de las costas donde existían ensenadas naturales y rincones de guardamar, que salvaban a las galeotas y naos del viento y oleaje, enfrentados sus intereses y actividades mercantiles a los aragoneses que abanderaban a catalanes y mallorquines con la pretensión de dominar Cerdeña y Sicilia y mas allá del ducado de Neopatria y Albania.

La audiencia y despacho con Hinestrosa fué largo no sólo por las cuestiones singulares pactadas con aquellas naciones sino por el interés y emoción que arrastraban ciertos personajes conocidos por él en el recorrido de esta complicada embajada, centrándose aquél en el rey don Pedro, protagonista de una historia de amor que tenía encandilados a los reinos cristianos, conocida por mí en algunos de sus capítulos más dramáticos por haber tomado yo parte en lo que concierne a buscas de asesinos interesados y depósito de los mismos en mazmorras a disposición de la justicia de Portugal, manifestando Hinestrosa sobre lo mismo, lo que sigue:

-Señor, las palabras que voy a decir no son resultado de la mejor inteligencia y razón por venir yo, debido a emociones recientemente vividas, algo cegado de entendimiento y confundido por el desasosiego que me ha producido el rey Pedro que unos llaman el Severo, por su conducta juiciosa y ecuánime y otros, el Justiciero, por condenar a sus enemigos con penas sobradas, y que ahora llaman el Cruel, poniendo el pueblo el cascabel y sambenito de lunático y desvaído, por estar fuera de si, y constatar este sentimiento por la compaña que él hace a pie, sollozando por el camino, al féretro, tras el cadáver de la que fuera su mujer, Inés de Castro, andares y caminatas que realiza por las noches, como alma dolida en pena, yendo y viniendo por aldeas y villas de Portugal, al objeto de que el pueblo venere a su amada y reconozca como su reina, después de haberla desenterrado con sus propias manos, aderezando los restos de su cuerpo, ya maltrecho, puesto casi en esqueleto, y tras ser rescatado llevarlo hacia sus aposentos para allí palparlo en su cámara y acoplarse con él en el lecho, según testimonios de sus mas fieles servidores, previamente perfumado y vestido con tules, sedas y terciopelos, y también enjoyarlo con anillo sellado en su mano, y sentarlo en Lisboa, en el salón del trono, con corona, a la derecha del rey Pedro, obligando éste, con gente armada a que los presentes de los Estados de las Cortes de Portugal hinquen sus rodillas ante la reina muerta y allí en hinojos, doblegados ante la parca, el terror, y la crueldad, besen, uno a uno, el resto de la osamenta de la mano de la fallecida Inés, en señal de respeto y veneración, manteniéndose esta audiencia macabra por más de cinco días, pasando por allí toda la nobleza, Ordinarios de la Iglesia, funcionarios y yo mismo, y cualquier persona que tuviera o representara algo de poder o influencia en ese reino, y por estos alocamientos están confundidas las gentes, a lo que se unen rumores que anuncian la voluntad del rey de erigir y levantar un mortuorio al modo de pirámide faraónica, cercano a Coimbra, donde trasladar y depositar el cadáver de la reina, testando el rey Pedro que cuando él muera le entierren junto a élla, de lado los dos, pegados, mirándose, de modo que cuando amanezcan a la nueva vida, en la compañía de los santos, lo primero que vean estos amantes reales sean sus ojos y rostros-, guardando después de lo dicho Hinestrosa un largo silencio tras comprobar mi aturdimiento y no decir palabra hasta que yo le pregunté el motivo de estos desatinos que lindaban con la locura o la posesión del diablo, contestándome Hinestrosa:

-Señor este drama nació desde el momento que el rey de Portugal Alfonso IV negoció esponsales para su hijo el infante don Pedro, ahora rey de Portugal, con la Infanta de Castilla, doña Constanza, hija de don Juan Manuel, quien tenía por dama de compañía a una hermosa doncella, hermana de Juana de Castro, que con vuestra venia y consentimiento goza de la dignidad de ser Reina de Castilla, además de señora de Ponferrada y Condesa de Lemos, aquéllas, hijas respectivas del traidor Fernández de Castro, puesto en fuga junto a Enrique de Trastámara después de la derrota de la conjura de Toledo, y acompañar la susodicha Inés a doña Constanza a Portugal, enamorándose el Infante don Pedro, al instante por un pellizco de amor, de doña Inés, nada mas contemplar su hermosura, al primer golpe de ojo que aquel vertiera con su mirada, sorprendido por la delicadeza y ternura de aquella doncella, abandonando don Pedro, pasado corto tiempo, a su esposa, con la que tuvo un primogénito, amor aquel, que si lo hubo, fue desplazado de manera ardiente por el Infante hacia doña Inés, correspondiendo la doncella con superior vehemencia, viviendo felices los dos, entregados al idilio, muchas veces a escondidas, fuera de la frontera portuguesa, en la raya con Castilla, debido a las intrigas y persecuciones que el rey Alfonso batía sobre los enamorados, enemigo acérrimo de esta relación, recibida aquella extraña favorita como si concubina fuere y recogida a veces en la Corte bajo el manto del Infante, con quien tuvo cuatro hijos, todos, mientras vivía y reinaba la menospreciada Constanza, sin que nadie en Castilla levantara una lanza por ella, a excepción del propio rey Alfonso, que fue su adalid y valedor, que viendo en peligro su descendencia legitima al trono, a través de su nieto Fernando, frente a los hijos habidos por Doña Inés, mandó dar muerte a esta intrusa y favorita, logrando entre la mesnada de criminales a un grupo de sicarios, por vos conocidos, liderados por Pedro Coello, Diego López y Álvaro González, quienes dieron muerte con alevosía a Inés de Castro degollándola, a la vista de sus hijos, luego huidos los asesinos a tierras de Castilla y prendidos por soldados y justicias de Vuestra Majestad ,y entregados al Infante don Pedro de Portugal, que los mataría como nunca fue conocido en procedimientos de tortura, sacándoles él mismo, en vida, los corazones, por la espalda, y luego arrojarlos en partes y proporciones más pequeñas para que fueran engullidas por los traidores que habían auxiliado a la comisión de aquel asesinato, acusando el Infante don Pedro a voces como canalla y asesino a su propio padre, levantando gente armada para hacer la guerra contra él, iniciando una contienda civil que perduraría en ese reino hasta la muerte natural del rey Alfonso IV, ocurrida ésta recientemente, antes de salir yo de la frontera de aquel reino, ordenando el nuevo rey don Pedro silenciar aquel reinado por nefasto y como si Alfonso IV no hubiera existido, proscrito su recuerdo e imagen en cualquier escritura documental que anteriormente se emitiese, así como efigies en piedra y moneda donde se retratara su imagen, imputando en los bandos delito a cualquiera que pronunciara su nombre y llevado a galeras si alguien se rebelara o pusiera en armas por defender la causa de aquel asesino-, dicho esto por Hinestrosa, a lo que yo añado y escribo que aquél fue mi abuelo, y el voceador de la acusación, el hermano de mi madre, mi tío, el rey Pedro, con quien Castilla, a través de Hinestrosa, había negociado, con enormes ventajas, alianzas que cubrían mis espaldas frente a aragoneses y franceses, aparte de iniciar una política de expansión marítima y comercial entre los dos reinos que se extendería no sólo por el Mediterráneo, sino por las costas africanas para llegar a las Canarias.






















Se cuenta como una escuadra aragonesa dispara bolas de fuego a las embarcaciones atracadas en el puerto de Sanlúcar, momento en el que el rey Don Pedro, junto a su hijo Alfonso, participan en la pesquera de atunes, en el caladero de una almadraba, incidente éste que se multiplica por afectar aquel fuego artillado a unas galeazas genovesas, allí fondeadas, que motivará una declaración de guerra de Castilla al reino de Aragón.




CAPÍTULO LIV



Corrían tiempos de primavera en Sanlúcar, villa costera, marcada por una luz sorprendentemente blanca que contrastaba con el azul del mar, aldea donde dominaban los vientos de poniente que sanaban enfermedades, y municipio en el que las brisas marinas aliviaban el calor del estiaje, ya presente, rincón éste encantador donde mi familia y yo gozábamos, y en especial aquel día, junto a mi hijo Alfonso, que de amanecida, decidimos patronear un falucho, escoltado por un lanchón y dos bajeles, y buscar que el viento llenara velas y tensara escotas, y que el barlovento nos impulsara hacia la zona de la pesquera de los atunes, caladero en el que se concentraban mas de veinte embarcaciones, entre chalupas y barcazas, abarloadas ellas, de modo que no dejaban resquicios por donde los atunes pudieran escapar, formando la flotilla de naos un círculo sobre el que pendía una enorme red construida por los armadores, que ya no eran vasallos de los Guzmanes, sino de la Corona, después de que mi padre les retirara la condición de feudatarios por felones, desposeyéndoles de esta industria que ocupaba a más de mil familias, entre Ayamonte y Gibraltar, convocados por estas fechas a faenar mediando instrumentistas en tamboriles, que era el modo de reclutar a las gentes para ocuparse de la marinería y pesquera.

La almadraba, cuando mi hijo y yo nos incorporamos, estaba efervescente, como si una caldera inmensa de puchero al horno fuera, brotando del agua burbujas, revoloteadas por la acción de las aletas y agonías de los atunes, que se revolicaban en la cárcel de agua, presos entre las redes y barcazas, buscando éllos sitios de libertad por donde navegar, plegando los pescadores, a fuerza de brazos, la red que traía de manera atropellada los remolinos de pescado, y al lado de ellos, otros marinos, provistos de bicheros con los que clavar el aguijón curvado en sus lomos y enganchar a cada uno de los atunes, por más de sesenta kilos, y luego heridos y rociados de sangre izarlos para depositar esta pesca en las sentinas de los buques, que llenas estaban de aquellos humores, produciendo esta pesquera tumulto y turbulencias de júbilos, chillando mi hijo más que ninguno cuando enganchaba una toñina y vuelta con otra, mirándome de contento, lleno de pasión por el disfrute que la pesca le proporcionaba, sumándome yo a esta alegría como si un marino fuera, pasando por mi parte a la sentina del barco más de veintitrés atunes, con una levantada, en el transcurso de la jornada, por más de setecientos kilos, esfuerzo éste que desentumeció los músculos que hasta este momento tenia agachados y entumecidos.

En esta faena estábamos cuando un marinero armado de un bajel de mi escolta tocó a silbato señal de alarma después de haber visto asomar velas, en el horizonte, libando los límites de las tierras del otro lado del estrecho, con bastantes paños en sus arboladuras y presumir desde la lejanía la probable presencia de una flota, tal vez enemiga, procedente del Mogreb que podría invadir la costa, situación catastrófica que rompería la almadraba en un santiamén, abandonando los aparejos y pertrechos, disponiéndose los barcos en hilera para navegar y emproarse hacia la orilla al objeto de salvaguardarnos en el puerto de Sanlúcar donde fondeaban cuatro galeazas genovesas que habían cargado aceites y especias para comerciar, dispuestas ya para salir del mismo ,maniobra que sería detenida ante el posible peligro que se atisbaba y afrontar desde ese puerto y castillaje las defensas de Sanlúcar, que ya se alertarían a la vista de aquella flota, que resultó, después de ver abanderamientos y pendones, aragonesa, en número de doce galeras, aproximadamente de cincuenta metros de eslora, y siete de manga, de veinte a treinta remos por cada lado y dos mástiles de velas latinas, acercándose tras nosotros, a todo trapo, en dirección al puerto de Sanlúcar, en rumbo frontal como si tuviera intenciones de abordarnos.

Desembarcados en el puerto y atracados los buques cada uno en su sitio, nos refugiamos a la carrera en el castillo desde donde vimos y comprobamos, con enorme sorpresa, como desde aquella flota lanzaban, a través de catapultas, bolas de fuego en dirección al puerto, abandonando los genoveses sus embarcaciones, haciéndose aquellos aragoneses con ellas y su mercancía, a las que abordaron y plegaron con su escuadra para dirigirse hacia los mares de Portugal, gobernada esta flota, según el pendón enarbolado, por el almirante Francisco Perelló, que posteriores informaciones confirmaron mayordomía de la casa real aragonesa, y embajador de esta corona en Francia, que fue la monarquía que entregó estas galeras al rey Pedro de Aragón para hostilizar, en calidad de aliado, a los ingleses, incidente éste de carácter muy grave, que me obligó a enviar, con credenciales suficientes, a mi secretario privado Gil Vázquez de Segovia para que se presentara ante la Corte aragonesa, en Barcelona al objeto de conminar a aquel rey la retribución de esta ofensa y la devolución de los buques y mercancías capturadas, bajo advertencia de declaración de guerra, que el rey Pedro de Aragón no quiso escuchar y atender usando del recurso que debía de oír primero a su almirante Perelló para conocer su versión del incidente y tomar entonces, en justicia, las decisiones que procedieran, viéndome obligado ante esta afrenta, falta de aprecio, y retribución, a ordenar, que a través de gente armada, en Sevilla, fueran detenidos todos los catalanes que allí residieran, y apresarlos con cadenas en bodegas de castillos, que lo eran por más de mil , en su mayoría acomodados y de larga fortuna, interviniendo mis Merinos sus haciendas y poderes, de modo que Castilla, en catorce días, pudo armar, fruto de esta expropiación una flota de dieciséis galeras bien pertrechadas que serían botadas y dispuestas a la mar, bajo el mando del Almirante Egidio Bocanegra, que ya estuviera al frente de la escuadra con mi padre Alfonso, participando en la batalla del Salado, capitaneando las naves genovesas, ordenando Bocanegra, a sus segundos ponerse tras la escuadra aragonesa, que al parecer ponía rumbo hacia el puerto de la Rochela, no encontrándola, después de navegar durante doce días, volviendo la misma a los puertos de Sevilla, donde unos artilleros y guarnicioneros estaban preparados para pertrechar con mamparos recios a las galeras más robustas y mejor arboladas por jarcias consistentes, acoplando en cada una de ellas arietes y espolones en sus proas para embestir a buques enemigos y abrir en sus panzas brechas de aguas, y una santabárbara donde dejar la pólvora y catorce bombardas, cinco a cada bancada de bando y cuatro en el castillete de proa.

La bombarda de la que escribo era un cañón construido a semejanza de los toneles, con aros, hechos con aleaciones de cobre y estaño, de manera que la caña o tomba, por donde circula el proyectil, no se quiebre, y una recámara, unida por cuerdas a dicha caña, donde se alojaba la pólvora, con un oído o taladro por donde inyectar un hierro ardiente con el que encender la pólvora y disparar balas de piedra, llamados bolaños, entre quince y veinte kilos, que disparadas en tiro rasante podía alcanzar los mil trescientos metros, y si el tiro era curvo, doscientos metros, con la salvedad de que las cañas debían adoptar forma de campana para este tipo de disparos.

Pertrechada la flota de esta guisa dí la órdenes al almirante Bocanegra para que en fechas próximas saliese de Sevilla y se hiciese a la mar y estuviera a la espera de que se unieran a esta escuadra otros buques, bajo su mando, del reino nazarí, que saldrían del puerto de Málaga, junto a otras genovesas, uniéndose en el trayecto otras galeras portuguesas, y que todas juntas se dirigieran a la toma de los puertos de Alicante, Orihuela, Guardamar, Ibiza, Mallorca y luego a Barcelona, y por el río Ebro penetraran hasta Zaragoza para unirse con el ejército castellano que se estaba organizando en Molina de los Caballeros, a las órdenes de Gómez Carrillo y Fernández de Toledo.
















Comienza la guerra entre los Pedros, invadiendo el rey de Castilla los territorios de Aragón con un ejército, previamente concentrado y acampado en Molina de los Caballeros, villa desde donde arrancaría la conquista de las plazas de Zaragoza, Teruel, Calatayud y otras más, a la par que la flota de Castilla asedia la fortaleza de Guardamar de Segura.




CAPÍTULO LV



La guerra que hice a Aragón la inicié en Molina de los Caballeros, villa de frontera situada al nordeste de Guadalajara, feudo que lo era de mi primo don Fernando, Infante de Aragón y Marqués de Tortosa, que junto a su madre, doña Leonor, que fuera Reina de Aragón, y su hermano Juan, vivían en Castilla, bajo mi protección, aunque no gozaban de mi confianza y afecto, por el contrario sentía yo por ellos odios redomados, exiliada esta infame familia del reino de Aragón, debido a la persecución y requisitorias que pesaban sobre éstos y que mantenía el ahora Rey de Aragón, Pedro IV.

Molina de los Caballeros, cruzada de norte a sur por el río Gallo, era villa cercada y amurallada con lienzos de sillar de piedra, que se adecuaban a la morfología del terreno, levantándose la muralla del suelo entre los ocho y diez metros, a lo largo de su recorrido, y con una sóla compuerta al mediodía que se liberaba mediante cuerdas y poleas que permitían accesos controlados a la misma, y cerca de élla se alza un cerro donde existe un castillo roqueado que se ajusta al escarpe del mismo, con irregular altura de sus lienzos y paramentos, jalonado por treinta almenas, con ocho torres, situadas en sus ángulos, construido él en tosca mampostería.
Al frente de las huestes y mesnadas, que en el transcurso del Otoño iban a allegarse para constituir un ejército situé a Hinestrosa, que se hizo acompañar por su secretario privado, Gonzalo González de Lucio, pariente suyo, y emparentado en línea de segundo grado con mi mujer, María de Padilla, sujeto éste que no era muy de mi gusto, por su mal encaraje, y al parecer, con mala baba, al que conocí, después de ser presentado por Hinestrosa, con ocasión de las vistas de Tejadilla, acompañándome en la bandería, entre mis cincuenta caballeros que allí me escoltaron frente a los conjurados de Toledo, y que luego pasado tiempo, a instancia de Hinestrosa fuera colocado como tenedor del castillo de Aguilar de Campoó, en calidad de carcelero, reteniendo, a la espera de pago de rehenes, a muchos caballeros toledanos y también a algún Obispo, como es el caso del titular de la sede de Sigüenza, por el que el Papa de Avignon me pagó una escandalosa fortuna, en florines de oro.

Hinestrosa caudillo del ejército que se estaba formando, sería auxiliado por los capitanes Gómez Carrillo y Gutier Fernández de Toledo, juntando en el alfoz de Molina de los Caballeros, y en los castros, junto al río Gallo, tres mil seiscientos de a caballo, y doce mil quinientos veinte, de a pie, entre infantes, arqueros y artilleros, y además suficiente maquinaria de guerra, así como intendencia bastante para cubrir una invasión que podría durar, según mis cuentas, más de un año.

El objetivo de esta guerra, radicaba en terminar con el reino de Aragón y anexionarlo, por derecho de conquista, a Castilla, y acabar definitivamente con el contencioso por la posesión, en conflicto, de territorios, que eran Murcia y Valencia, a lo que había que añadir mi deseo irrenunciable de venganza contra este rey aragonés que llaman el Ceremonioso, por inclinarse él hacia el bando y causa de aquélla Blanca de Borbón, ahora recluida en los carcelajes del castillo de Medina Sidonia, y de los Conjurados toledanos, poniendo en peligro el trono de Castilla, después de lograr yo alianzas con Portugal y el reino nazarí de Granada, aparte de conseguir aquéllas, debidas por relación de vasallaje de los Infantes de Aragón, don Fernando y don Juan, así como de mis hermanos Fadrique, Tello y Juan, que extrañamente se unieron a este ejército, sin que yo los reclamase, y nada a cambio me piediesen, aunque advertí a aquéllos capitanes y a Hinestrosa que desconfiaran de estos bastardos, y que de vez en vez pusieran celadas al objeto de testimoniar sus lealtades o probables traiciones.
A nadie extraña que en esta guerra la ciudad de Valencia fuera considerada como plaza estratégica, centro mercantil de Aragón y Cataluña, seguida de la ciudad de Zaragoza, por su activo comercio fluvial con otras villas y ciudades, a través del río Ebro y desde Tortosa, así como Alicante y Barcelona, en función de la calidad excepcional de sus muelles y puertos comerciales, auténticos portones de mercancías a negociar a través del Mediterráneo, plazas éstas que desde un punto de vista militar había que considerar, y más cuando las circunstancias en torno a mí eran propicias, soplándome en la cara vientos favorables de poniente que reflejaban composturas y ánimos para hacer la guerra, animándome a ello mi tesorero, Samuel Leví, diciéndo de continuo que la hacienda de Castilla estaba sobrada de tesoros, y de doblas de oro, y también el bueno de Diego de Padilla que me decía que mucha gente armada se apuntaba a esta guerra porque Castilla garantizaba buenas soldadas y además, atenciones futuras con retribuciones espléndidas, no sólo en botines y rapiñas inmediatas, sino en futuras mercedes de tierras y negocios, mientras que, por el contrario, en Aragón, la depresión y el caos se hacían presentes, con escasísima población, tras la peste negra que asoló a muchas comarcas, matando a pueblos enteros, aparte de que este reino estaba muy ocupado en guerras continuas contra genoveses, corsos y sicilianos, y defender, por encima de sus posibilidades, enormes territorios lejanos, espacios ésos que llaman del turco.

A finales de Otoño aquel ejército se puso en marcha, guardando muy bien sus flancos y retaguardia con caballería ligera, muy equipadas sus tropas, dirigiéndose el mismo con la mayor parte de sus fuerzas hacia la franja de entretierras de Zaragoza y Teruel, y una porción de huestes hacia tierras de Ágreda a fin de protegerse de inesperados ataques que procedieran por la espalda, conducidas por navarros y señores de La Rioja, que podrían acudir en auxilio de los aragoneses, arrasando Hinestrosa con este ejército por los sitios donde la jinetería con sus caballos pisaban, tomando sin dificultad las plazas amuralladas y encastilladas de Tarazona, Calatayud, Teruel, y Zaragoza, éstas, abandonadas por su incapacidad defensiva, después de huir toda su población, defensores y guerreros incluidos, ante el pánico que atajadores, exploradores, y timbaleros hacían sonar con sus fuertes atronadas, dejando los fugados, en los caminos, restos de su hacienda, animales, carruajes y cualquier vianda que no pudieran transportar por su peso, acelerando el paso a la carrera por la velocidad que traía la cara del miedo, que era mi cara, a la que atribuían toda la maldad posible, como si yo el mismo diablo fuese, hasta el punto de abandonar los fugados, en las orillas del camino, a sus familiares más impedidos y con escasos recursos para defenderse, entre ellos ancianos y niños, que al poco tiempo y al paso, serían degollados, sin compasión, por los jinetes nazaríes.

Al mismo tiempo que esto sucedía y la invasión podía acabar en victoria total, la flota castellana, bajo el mando del Almirante Bocanegra, tomó rumbo hacia Alicante, uniéndose en Guardamar cuatro embarcaciones nazaríes que junto a las naos portuguesas y genovesas hacían una fuerza naval de veintiséis embarcaciones, concentrándose esta flota en las inmediaciones de la orilla de esta fortaleza que tiene un castillo en la cimera de un monte rocoso, éste muy alargado, con sólidos muros de tapiales y sillarejos y que hace sombra a un poblado amurallado que atraviesa el río Segura, aldea ésta y castillaje que sería bombardeada por las galeras que tenía esta artillería en sus castilletes de proa, asediando a la población por cuatro días hasta que un temporal de Levante se hizo presente, de forma inesperada, trayendo consigo enormes vientos y altos oleajes, con mar encabritado, que harían muy difícil la navegación, dispersando a la flota, buscando cada una de las embarcaciones un refugio, en dirección al norte, reuniéndose, pasado tiempo, con mucho esfuerzo y habilidad, mostrada por marineros, en Calpe, y luego, en Denia, donde se concentrarían aquéllas al mejor abrigo del Mediterráneo, donde hay un espejo de agua tranquila que guarda el abrazo cariñoso de una ensenada natural, protegida ésta por un monte inmenso que llaman de Dios, por ser altísimo y muy bello, y que tiene un promontorio o cabo que es el más occidental de estas tierras cristinas, lugar éste muy excelente, desde donde Bocanegra mandaría acondicionar aparejos, cabullería, escotas y mamparos, muy dañados por aquel temporal, y hacer los almacenajes de alimentos que fueran necesarios para ir, con muchas prisas, a la conquista y bloqueo de Ibiza y Mallorca, donde se cobijaba la flota aragonesa.

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