martes, 12 de junio de 2007

memorias Pedro el Cruel, caps VI al X

CAPITULO VI



Mi madre, la reina María de Portugal, era mujer excepcional por su cordura, templanza y buenas maneras. Recuerdo y siento su cariño en mi más tierna infancia, arropándome en momentos de fríos silencios, llenándome de apretones y mimos, tapando éstos el amor quebrado de su esposo, mi padre, por presencia de otra mujer, amante ella, que ocupaba su cama y puesto.

Era mi madre de carácter resuelto, alegre, animándose de excepcional energía que trasmitía a su rostro, apagando aquel vigor los deslices de su nariz, excesivamente prominente y curvada, así como su boca, muy pequeña por cierto, por donde siempre asomaban dientes desproporcionados y desequilibrantes, que obligaban a silbar algunas veces cuando pronunciaba determinadas consonantes, cobijándose en el recato y reservadas maneras que la hacían aparentar prudencia y discreción, cuando por natural era de condición jovial y exultante.

Entre mi padre y mi madre, parientes ellos en primera línea, no había nada ,sólo mi hermano Fernando, muerto por incapaz, cuando cumplía un año, y sólo menosprecios, desplantes, ofensas apagadas y ausencia de afecto, siendo aquél matrimonio un acuerdo de conveniencias e intereses que comprometían a las coronas portuguesa y castellana en la guerra, a fin de defenderse de la expansión de aragoneses por tierras de Navarra y Mediterráneo, y al mismo tiempo parar los pies a muchedumbres de moros infectos que traían nuevos aires, allegados del otro lado del Estrecho, cargados de integrismo, y dispuestos a romper el vasallaje que los reyes de Granada y Murcia rendían con pleitesía a reinos cristianos.

Un día pasado con ocasión de tarde de invierno y frio, en tierras de Tordesillas, acompañando a mi madre en horas de paseo, escuché gritos que salían de callejuelas próximas, preguntándole el sentido de los mismos, advirtiéndome al pronto que no me ocupara y distrajera en menudencias, insistiendo yo en la cuestión, despegándome de élla y su séquito, corriendo hacia el origen de aquellos, y comprobar como un número relevante de personas iban en procesión, y otras permanecían en corros, vestidas las gentes con prendas negras ,y como en soledad o en coro hacían lágrimas, llantos y lamentaciones ante persona inanimada, cadáver por más, encorsetado en ataúd de tablas, sorprendiéndome el sufrimiento de la gente y la misma muerte, allí presente, preguntando de inmediato a mi madre sobre la razón y necesidad en el mundo del sufrimiento y de la muerte, no obteniendo respuesta, por lo que abrumada ante mi demanda encargaría a la gente de la Corte convocase a un preceptor o un sabio que con entendimiento y prudencia contestara a estas y otras cuestiones que yo planteara.

Entretanto se elegía a persona sabedora en calidad de pedagogo o preceptor, mis padres consideraron designar una tutoría colegiada que me instruyera, constituida por cortesanos expertos en el manejo de armas, ejercicio de la caza, equitación, cosas de la iglesia y de los Estados, acompañándome en las enseñanzas, según conviniera, otros niños, en su mayoría vinculados a linajes de caballeros, integrados en las Ordenes militares de la Banda y Calatrava, figurando entre ellos Pero Lope de Ayala , dos años mayor que yo y que siempre estuvo sentado junto a mí en el pupitre , hijo del que fuera Adelantado Mayor de mi padre en el reino de Murcia , Don Fernan Perez de Ayala ,personaje muy principal por su linaje ,vinculado a los Mendoza ,Velascos y Carrillos , procedente su blasón de la aldea de Quejana ,en el valle alavés de Ayala , y con solar documentado desde el siglo onceavo.

El Consejo de Tutores estaba constituido por el clérigo Juan Pérez, Capellán de la Corte , recomendado por el Arzobispo de Toledo; Don Juan Nuñez de Lara, Conde de Lara, el título más distinguido entre los castellanos y amigo personal del Rey Alfonso; por Martín López de Córdoba, Maestre de Armas, General de los ejércitos y compañero del monarca en múltiples batallas; Juan García, Maestro de Artes, elegido por el Canciller por su prestigioso currículum; y el vizcaino Yañez Anxon, escogido en calidad de Preceptor por sus extensos conocimientos y demostrada lealtad a la Corona en épocas pasadas cuando fuera hidalgo y guarda real.

Mi padre, previo a que este Consejo de Tutores tuviera contacto conmigo, hizo una serie de recomendaciones al mismo, a tener en cuenta en mi proceso de aprendizaje, entre otras que me levantaran en la madrugada y que de inmediato me encomendara a Dios y pidiera mercedes en hinojos , oyendo misa, y acabada ésta anduviera caminata y yendo por las sendas hiciera cacerías o practicara el arte de la caballería, y llegado a cualquier posada almorzara con sus gentes y no apartado de ellas, y después de comido y bebido, en la mesa, con templanza, escuchara a juglares, si por casualidad cantasen o dijeran razones de caballería y de hechos de la misma; y que al tiempo, yo aprendiera a hablar como los villanos y pecheros para cuando conviniera, y después de esto descansara horas de siestas para luego entrar en lecciones con los tutores que le correspondiera y aprender de ellos sobre los grandes hechos del reino y cómo Dios me escogió Infante de Castilla y futuro Rey ,no por perezoso y tener miedo, sino por ser muy afanado, atrevido, audaz y valiente, percibiéndome yo así, con esas virtudes, ya contadas por mi maestro de armas, uno de mis mas principales tutores, y también recordarme de continuo que mi oficio permanente seria la guerra y tomar tierras, añadiendo el Rey ,entre las recomendaciones, que después de esta jornada, aunque no pueda o no quiera yo cenar, me siente en la mesa junto a todos, por segunda vez, y después ir a la cama, encomendándome de nuevo a Dios por servirle bien en el transcurso del día, y si ocurriese que no pudiera dormir, debía uno de los tutores, en turno de guardia, leerme historias de caballería y buenos hechos, o enseñarme cosas por mi olvidadas.

El rey precisaría sobre el procedimiento de aprendizaje, instruyendo al consejo de tutores que yo aprendiera a ordenar mi tiempo en el transcurso de la semana, oyendo el Domingo misa cantada, y después de misa cabalgara, cazara y jugase con armas hasta la hora de comer; y en el lunes me levantara muy de mañana para ir a misa y cabalgara después, aunque hubiera mucho frío, aconsejando me arropara con mantas y prendas pesadas y gordas para acostumbrarme a llevar peso encima y protegerme en el juego de los golpes de armas que recibiera; y cuando anduviera de cacería llevara en la mano derecha una lanza o vara, y en la izquierda un azor o un halcón, para entretener mis brazos y hacer de ellos buen uso en las heridas que acometiera y defensas que surgieren; y llevar espada conmigo, sabiéndola esgrimir a una y dos manos; y poner espuelas al caballo perdiendo miedos a grandes saltos y obstáculos que salieran al camino, añadiendo el rey que por las tardes oyera las lecciones e hiciera conjugaciones, declinaciones o construir proverbios; y el martes, después de oír misa, recibir lecciones de los tutores y aprender hasta la hora de comer, y después de comida, jugar, para tornar a leer y repetir lecciones y hacer conjugaciones, de modo que se alternara un día leyendo y recibir lecciones, y otro, cazando y hacer cosas de caballería, y el sábado repetir y confirmar las lecciones impartidas en la semana.

En el ámbito de esta tutoría aprendí a cabalgar y practicar con fácil destreza y maniobra el arte de las armas y todas las cosas que hacen a la caballería, así como la habilidad de la esgrima a dos manos y los juegos de apuestas, con y sin mañas, y también a cazar y a correr el monte, y andar por él, y además, cantar, comer y hablar, luchar cuerpo a cuerpo y lanzar dardos en tablados.

Fuera del cobijo de tutorías y compañía del preceptor, mi infancia y pubertad se situó entre faldas y mantones de Obispos, que eran, al mismo tiempo, Comendadores de las Órdenes Militares de Santiago y Alcántara, que con sus mesnadas apoyaban a mi padre a hacer la guerra y con sus huestes mantenían el orden público en los caminos para que los bandidos no asaltasen a peregrinos y gentes del comercio. Recé mucho y pequé más, aprendiendo de aquellos togados de la Iglesia la codicia, pecado gravísimo, saboreando de continuo mi ánimo en poseer lo ajeno por el medio que fuera y con ello amasar doblones, resultando yo avaricioso, guardándome doblas de oro y maravedíes que me entregaban con la intención de comprar mi voluntad lejana, mostrando aquellos prelados así, siendo yo muy niño, relación de repugnante vasallaje.

Comprobé además la soberbia de sus comportamientos, tratando a servidores y criados como si animales fueran, alimentando entre ellos sentimientos de venganza, prestos a desnaturalizarse, ofreciéndose a mejores señores cuando la suerte conviniera.

Los tutores oídos ,por boca de mi padre, los criterios por donde se debía mover mi preparación sentaron como principio que ésta debía forjarse en hacerme un auténtico señor de la guerra, y jefe de guerreros, en el marco de un mundo desquiciado y dividido por sectas cristianas, musulmanas, judías y ateas, y entre reinos donde el derecho de conquista estaba establecido como fuente legitima de propiedad y posesión, siendo el ejercicio de la guerra mi destino como Infante de Castilla y futuro rey, añadiendo que mi formación se ceñiría fielmente a lo escrito por Tomas de Aquino en el Régimen de los Principios, donde se escribe sobre el navío que se dirige hacia buen puerto manejado por un piloto, de la misma forma y oficio que el que gobierna debe conducir a la ciudad, al reino y a sus gentes hacia su fin, que no es otro que el de los individuos, viviendo éstos en armonía, acorde con la virtud para realizarse en el bien.

Enseñaban aquellos tutores de forma enrevesada que el hombre viviendo según la virtud se ordena a un fin más alto que lo concilia con Dios, añadiendo que entre los primeros bienes temporales que debe perseguir el rey es el orden público y la seguridad, y que un Estado cristiano lo es porque su practica de poder está conformado con la enseñanza de la Iglesia y del Evangelio, instruyendo, sin convencerme, que el hombre está sumido a dos poderes soberanos distintos, donde el Papa puede tomar el lugar de los reyes, acorde con Mateo de que todo el poder me ha sido dado en el cielo y sobre la tierra (XXVIII,18), parafraseando a Cristo cuando dice para que le sirve al hombre ganar el Universo si pierde su alma.

















Tres tutores entran en liza para formar al Infante Don Pedro, Juan Pérez, capellán, sujeto intolerante, cerril y dispuesto a enseñar que la iglesia y el romano Pontífice están muy por encima de los reinos cristianos y sus monarcas; el Conde de Lara, responsable de la formación en cuestiones políticas y que puso el acento en que los Reyes lo eran por voluntad de Dios, y que hay Reyes entre los cristianos que eclipsan al Papa, tapando su poder, y López de Córdoba, Maestro de armas que advertiría que el Rey cuando resolviera hacer la guerra, ésta debería ser la mas cruel que su pudiera hacer.




CAPITULO VII



El clérigo tutor, Juan Pérez, también capellán, intentó enseñarme que la mejor manera de salvar mi alma consistía en conocer como Dios creó el mundo, las bestias, las cosas y el hombre, hecho todo a su imagen y semejanza; y entender del pecado original como un pecado de soberbia y de codicia, que tuvo que redimir Jesucristo, en la cruz, legando su absolución en el Papa, que era según aquel clérigo el más grande en lo espiritual, junto al Emperador, que lo es en lo temporal, añadiendo que aparte de la ley cristiana existen otras leyes que rigen entre los hombres, una en los judíos, y otra, en la secta de Mahoma, que han tomado tierras cristianas, necesarias de recobrar por guerra justa, de modo que los que muriesen frente a ellos y estuviesen en estado de gracia serán mártires y sus ánimas siempre benditas.

Aquel clérigo, en sucesivas jornadas, intentó convencerme que Jesucristo recibió bautismo y que mandó ésta practica para limpiar el pecado original, en lugar de la circuncisión judía, y que los casamientos debían de cumplirse con una sola mujer, frente a los judíos que guardan el mandamiento de que pueden casarse con las que pudieran mantener, estableciendo los cristianos el matrimonio como sacramento ;y que los cristianos podían comer todos los alimentos procedentes de animales, vegetales, y beber vino, mientras que con la ley judía y secta mora no se pueden comer ciertas aves y pescados, y que entre los moros no se puede beber vino; y que en la ley judía se manda un día de ayuno y en la secta árabe hasta treinta, mientras en la cristiana no hay ayunos, sino diezmos y primicias de lo que poseemos y que son debidos la Iglesia; y que por el bautismo, penitencia, matrimonio, comer, beber, ayunos, este clérigo concluía que la ley cristiana siempre es superior a la hebrea y a la secta mora.

El clérigo permanecería muchos cambios de luna tratando de enseñarme, por cierto, con escaso éxito, expresándose de modo aburrido, cansándome sus argumentos en sobremanera por ser éstos inacabados y reiterativos, incidiendo que emperadores y reyes deben primero guardar a Dios y después a su Iglesia y a sus personas; y que la ley cristiana es la única que salva a las almas ,y que en las otras leyes no se pueden redimir , por lo que yo debería guardar los diez mandamientos, rezar diariamente el Pater Noster, el Ave María y los Salmos, y por amor a Dios dar limosnas a la Iglesia, custodiándola porque en ella está el Cuerpo de Jesucristo, y guardar sus privilegios sobre su hacienda y rentas y no meter manos a sus servidores, recordándome una y otra vez en todos sus discursos y lecciones , incidiendo con inaguantable vehemencia ,que el estado de clerecía era el más alto que se podía ser ,porque de esa condición fue Jesucristo y que los sacerdotes y clérigos por sus palabras y poder pueden hacer que el pan se transforme en Cuerpo de Cristo, y el vino en su sangre, y dar todos los sacramentos de la Iglesia, insistiendo largo tiempo que la primera ley de los clérigos era lidiar con armas contra los moros, que son los enemigos de la Iglesia que dicen que Jesucristo no era Dios, y con los judíos, que muestran que todo lo dicho para el Mesías se cumplió en Jesucristo: que la segunda ley de los clérigos era lidiar con el diablo, con el mundo y consigo mismo, dando buen ejemplo; y tercera, lidiar por ciencia con los contrarios a la ley cristiana, demostrando con razones que es la única donde se puede salvar el alma, insistiendo que yo supiera que el mejor estado entre los clérigos para salvar el alma es la del Romano Pontífice, y luego los Arzobispos, también llamados Primados, que en su provincia hacen lo que el Papa en toda la Iglesia y en España, el de Toledo; y después los Obispos, extrañándose este abominable que hubieran Cardenales que nunca fueron diáconos ni Obispos pero que ayudan a la elección del Pontífice; y que pos de los Obispos están los Abades, con mitra y anillo, y que en las Iglesias catedrales existe la condición de los deanes que son la voz del cabildo y en coro hacen lo que ordena el Obispo, y debajo de éstos los Archidianos, maestroescuelas, tesoreros, cantores, canónigos, racioneros y capellanes de villas y aldeas que dicen misas día a día, también llamados misacantanos, y que aparte de este orden regular existen dos órdenes religiosas, una de Predicadores, donde se destaca la que hizo Domingo de Caleruega, y otra de frailes menores.

El tutor en cuestiones políticas y asuntos de Gobierno era Juan Nuñez de Lara, el más distinguido entre los castellanos, amigo personal de mi padre y alférez de la Orden de la Banda. Su casa era mantenida y cuidada por doscientas dos personas distribuidas entre ciento trece criados domésticos y oficiales, cuarenta y un hidalgos con dependencia clientelar, criados ejercientes en oficios municipales, entre otros, escribanos, alcaides de alcázares, alcaldes de padrones, escribanos de alcabalas y portazgo, en número de dieciocho y criados domésticos de su esposa, en cuantía de treinta. Este Conde de Lara alternaba en las jornadas educativas con el clérigo, exponiendo en sus pláticas que emperadores y reyes lo son por voluntad de Dios, que quieren que los sean, debiendo ellos guardarse a si mismos, a su honra, y a sus estados, y después a su mujer, hijos, hermanos, parientes y preparar la guerra si acaeciere, acrecentar sus tierras y sus rentas y distribuir su feudo entre los que le sirven bien, de manera que sea amado, al mismo tiempo que muy temido y recelado, añadiendo que los emperadores cristianos se hacen llamar de Roma, haciéndose por elección por un rey, tres duques y tres arzobispos, y que el emperador debe ser alemán o de esa naturaleza, como lo fueran por descendencia y linaje Alfonso VII y Alfonso X, antepasados mios, y que hay reyes que no son emperadores pero como si lo fueran por eclipsar al mismo Papa y demás vicarios de Cristo, tapando su poder, como es el caso de Felipe IV de Francia y mi padre, Alfonso XI de Castilla, que no obedecen a lo emitido en Roma por los Papas porque en asuntos terrenos han desmerecido sus almas, entregándose ellos también a la codicia y a cuestiones de este mundo, cita aquella que me agradó en sobremanera, oyendo desde ese momento con agrado y atención a este Conde , prestándole buena oreja a lo que precisara y matizara.

En sucesivos días y tiempos el Conde de Lara me enseñaría a que cuando fuera Rey debía encomendar por grandes hechos a hombres de gran linaje y de gran sangre, manifestando muy convencido que el mayor provecho que puede tener un buen Señor es que tenga la tierra bien guardada y que cumpla sus compromisos con sus vasallos que le deben lealtad y si no lo hacen que caigan aquellos en gran peso de traición, y que el Señor, por bueno, mientras sea o tenga vasallo no deberá matarle o herirle, ni entrar con él en lizas, que no le hurte ni conquiste villa o castillo, y que no ponga fuego en su tierra, y si estas cosas el señor no guardara podrá el vasallo desnaturalizarse, añadiendo el Conde de Lara que a los reyes le sigue el Infante Heredero, que es mi caso, obediente al Rey, y el más honrado después de él, al que siguen los Infantes, que no los tengo, por ser todos bastardos, de mala miel y en mucha cuantía, por si mismos señores naturales, siguiéndoles otro estado donde están los Grandes Hombres que llaman Duques, que tienen grandes tierras, gentes y rentas, y son vasallos de los reyes en cuyas tierras viven y su tierra la tiene por heredad, otorgando a algunos en feudo.

En otras jornadas el Conde de Lara me informaría que en pos de los duques, el más honrado estado de la nobleza, es el marqués o señor de la comarca, no muy conocido en España por ser asunto de franceses, y después de éstos están los Príncipes, que es como son llamados todos los grandes señores del mundo, título éste que se atribuye a Don Juan Manuel, proclamándose Príncipe de Villena, señorío que se extiende por Murcia, Albacete, Cuenca, Burgos y Valles del Duero y el Tajo, enquistando un Estado, en los primeros tiempos del reinado de mi padre en la nación de Castilla.,aclarándome el Conde que Constanza fue una de las hijas de éste intitulado Príncipe que sería repudiada como esposa por mi padre,motivo por el que Don Juan Manuel se rebeló contra su rey , acuñando moneda propia, plantando batallas al monarca y desnaturalizándose como vasallo, siendo pariente de la familia real por ser nieto de Fernando III y tío de Fernando IV el Emplazado, mi abuelo.

El Conde de Lara seguiría con su discurso explicándome que después del Príncipe están los Condes, estado éste muy extraño porque algunos hay honrados como es el caso de los primeros Condes de Castilla, de cuyo linaje se honraba pertenecer y otros nominados, sin tierras y sin poder, estado aquél que significa acompañante del rey; y pos de los Condes, los Vizcondes, es decir hombres que están en lugar de los Condes.

Y estos nobles, añadiría el Conde de Lara, grandes hombres, le siguen en menor y más bajo estado, los Ricos Hombres, en razón a los caballeros que tienen por vasallos y por el pendón que puede portar, y no tanto por ser ruano o explotador de labriegos, o mercader rico, y que algunos tienen su origen en linaje ilegitimo de reyes, por casamientos, privanzas o privilegios concedidos por reyes o grandes señores, y en pos de éstos ,los Infanzones que son caballeros aventajados por sus buenas obras, siendo éstos de solares ciertos, seguidos estos de caballeros y escuderos, que traen caballos, escudos y otras armas para ser y aprender de cosas de caballería, siendo ellos necesariamente hidalgos.

El tutor y maestro de armas, Martín López de Córdoba, luego maestre de Calatrava, en relación a la guerra me dijo que ésta siempre venía justificada por sufrir deshonra y que en el caso de que yo la iniciara, lo primero que debía de hacer era abastecerme de armas y de viandas en los lugares que cumpliera hacer batallas, y juntar mucha gente y buena, siendo la soldada bien pagada o con promesas ciertas de gran botín en corto tiempo, añadiendo aquel maestro que las fortalezas que no pueda defender las derribara o dejara en tal manera que de ellas no puedan venir daño, procurando no ser cercado, encerrado o perder gente y obligarme a hacer guerra de guerrillas, lanzándome un aviso muy especial que no debía olvidar, que decidido a hacer la guerra ésta, fuera la más cruel que se pudiera engendrar. De otro lado aquel maestro incidiría que sobre los asuntos de guerra los llevara en la más absoluta discreción, reserva y secreto, no participando a nadie estrategias, tácticas y objetivos cercanos, y hacer las batallas con espias, barruntadores y escuchas, procurando dormir cada noche en lugar distinto y muy seguro, y si durmiera en lugar abierto o inseguro poner escuchas, alejándome de aledaños donde hubiera tráfico de vino, y si me encontrara entre gente que me guardare de ella y que nunca a la nobleza manifestarare mis secretos de armas.

En la guerra, añadiría Martín López de Córdoba ,que debería enviar, en jornada de día y por delante a caballeros que fueran atalayando y descubriendo tierras de batalla y que a los costados de mi ejército avanzaran sin perderse la vista y distancia prudente de defensa, así como las delanteras y las retaguardias de las mismas, de modo que se pudieran socorrer, disponiendo que en vanguardia y colas de aquellos costados se encontraran los caballeros más esforzados, aguerridos y valerosos, y que no anduviera en la noche con mucha gente ni con gran hueste, no sea que guías y capitanes se equivocaran de camino o cogieran otros atajos que pudieran perderse, recomendando el Maestro en su lección llevar en las delanteras, medianias y colas del ejercito vozines y faroles para que se oigan y vean los unos a los otros, según se necesitaran, y que nunca en la noche metiera al ejército en poblados, y que las vanguardias del ejército fueran las que consiguieran posadas, pozos de agua, lugares de paja, leña y yerba, y que esos lugares fueran los preferentes para acampar.

Aquel tutor de armas aconsejaría en otras jornadas que si yo me decidiera a iniciar una guerra debería procurar que mis enemigos fueran menos poderosos, procurando causar estragos y calamidades de cualquier consideración que incluiría desde la tala y quema de bosques, matorrales, campos, hasta el lanzamiento de soldados capturados mediante máquinas de guerra, incluso sus cadáveres si los hubieren tras las murallas de sus fortalezas, al objeto de causar pánico y rendición inmediata; además, me recomendaría que en campo abierto y en posibles batallas siempre debía conocer la gente que trae el enemigo y qué caudillo los dirige, y conocer por espías cómo vienen armados y encabalgados, así como si traen a la batalla caballería ligera o pesada, o ambas, y en este caso, en que proporciones, y además si la caballería ligera viene armada con arco o sin él, y si vienen esforzados y chillando para confundir a los ejércitos, y si toman posiciones de ventajas del sol y al viento, dominando las alturas, barrancos, salientes de ríos y de montes, y en cualquier caso, si después de analizadas estas cuestiones, concluiría aquél, que si el rival viene mal acaudillado y con gente esparcida, entonces será el momento de acometer con la bravura y crueldad que yo pueda, no permitiendo al enemigo que se junte, y si tuviesen gran cantidad de soldados heridos, mandar a los capitanes para que inciten al ejército a gritar “que vencidos son y entreguen las armas”, rindiéndose su caudillo, bajando sus estandartes; y si el enemigo se acercara en haz, decía el maestro de armas, debía poner a los caballeros en la delantera, iniciándose en filas de a tres, después de cinco caballos, y tras, de ocho, doce y veinte, cabalgando todos en tropel, y el caudillo de la batalla en medio con el pendón; y el alférez a derechas, y muy pegados mandar tomar el pendón y estandarte del enemigo .






































Juan García, tutor en Retórica y Leyes enseña a Don Pedro a componer epístolas, narraciones y discursos, incidiendo sobre una cuestión que le preocupa al Infante respecto a la sucesión del trono, debido a los trapicheos que viene ejerciendo la Favorita que negocia pactos con familias castellanas influyentes, poniendo en peligro la dinastía .




CAPITULO VIII



El Tutor y Maestro de Artes, Juan García, que lo era en gramática, retórica, decretos y leyes, éste último con permiso y mandato del Papa, sería reclamado por mi padre, siendo previamente aconsejado por el Canciller para que asistiera a la tutoría colegiada, pagándole según acuerdo con altísima soldada por tres veces al año, la primera, al comenzar las lecciones, la segunda, por Pascua de Resurrección y la tercera para la fiesta de Juan Bautista, aparte de concederle privilegios, siendo llamado Señor de Leyes, y que los porteros de la Corte no le cerraran puerta alguna o impidieran la entrada en fortalezas y castillos donde se aposentara el Infante heredero, así como exento de pagar impuestos o tomar otro oficio si no era de su agrado, y el honor de ser considerado como si un Conde fuera.

Juan García no tenía la condición de clérigo y era conocido como hidalgo en Castrogeriz, con casa solariega de escasa hacienda y rentas. Su saber se sustentaba en una predisposición y capacidad, muy extraña de conocer otras lenguas y haber profundizado en la cultura clásica, manejando sin problemas la filosofía griega, la dialéctica de Cicerón, la escolástica y todo el conocimiento aportado por árabes y judíos, tildado él de entrañable personalidad por su delicadeza, discreción y buenas maneras.

Sus lecciones y pláticas no eran apasionantes, pero sí de largo interés, enseñándome a componer epístolas, narraciones y discursos, usando la Biblia como texto básico, donde existen innumerables figuras retóricas, eligiendo él textos llenos de sabiduría, consejo y elocuencia, valor éste de singular importancia para el ejercicio del poder, instrumentado por la Iglesia desde los púlpitos y por los parlamentarios en Cortes, desde taburetes y escaños.

Juan García me explicaba que cualquier discurso tenía tres partes, una primera que él llamaba exordio, sustentado en insinuaciones con la pretensión de ganar la atención de quién escucha o lee y lograr así su docilidad, benevolencia y complacencia; otra segunda, denominada narratio, recomendando que se realizara el contenido con brevedad y claridad, sin que pasara esta parte de tres ideas básicas, que sirvan de fundamento al argumento, y por último, una tercera o divisio, que consistía en el desarrollo del tema, éste basado en un principio de autoridad, criterio y razonamiento, terminando discurso y texto con una conclusión y exhorto, usando de frases cortas y emotivas que dejen a los que lean o escuchen llenos de atención y conmovidos.

Juan García, en el proceso de las lecciones introducía lo que él llamaba la dilatación de los exordios, desarrollando un discurso consistente en la división del todo a la parte, instrumentando la argumentación, buscando concordancias textuales, metiendo procesos dialécticos, desarrollando léxicos y metáforas, así como introduciendo modos alegóricos, históricos y morales, matizando que todos los discursos debían colorearse en el sentido de observar cadencias rítmicas, silencios, poses, gestos y mucha expresividad corporal, obligándome en consecuencia en cada lección a ejercitarme en esas cuitas y además usar reglas nemotécnicas que facilitaran el recuerdo de nombres, fechas, lugares y conceptos, siendo éste procedimiento el juego más divertido que me enseñó, conociendo yo por esa vía listado de pueblos y aldeas del Reino de Castilla, nombre, condición y naturaleza de todos los nobles y caballeros del Reino, así como prelados de la Iglesia, comprobando por éste método que yo era muy memoriado, recitando textos dichos por otros, en lugares y circunstancias que ellos mismos no advertían.

Y siendo muy brillante el conocimiento de Juan García en todo lo referente a la Retórica, asunto que más le concernía conmigo, ocupándose en ello largo tiempo, quise catar sus saberes en cuestiones de leyes, preguntándole cuáles regían en los reinos de Castilla, contestándome sin preámbulos que el orden de prelación de las fuentes del derecho castellano disponían la aplicación de los Fueros Municipales, en primer lugar, y después el Fuero Real y Las Partidas, éstos con carácter supletorio, extendiéndose Juan García sobre los Fueros Municipales al decir que éstos venían caracterizados por sentar contratos entre señores y siervos colonizadores que se establecían en un territorio, también llamados Cartaspueblas, donde se fijaban condiciones de poblamientos del territorio, distinguiendo cristianos, mudéjares, mozárabes, francos; y donde se reglamentaban privilegios, exenciónes e impuestos de vecinos; y además, ordenamientos de las calles; organización municipal, etc, manifestando Juan García que estas Cartaspueblas eran documentos riquísimos por sus contenidos, belleza expresiva, asuntos que trataban, riqueza expresiva de los mismos, unos, por su brevedad y concisión y otros, por su extensión y complejidad; unos, por estar escritos en castellano y otros, en latín o romance; unos, por no valer ni siquiera para copiar en otra villa y otros, como son los casos de Cuenca, Zamora y Soria, copiados por cientos y millares de villas y ciudades, hasta el punto de que el Fuero o Cartapuebla de Soria serviría como fuente al Rey Alfonso X para emitir el Fuero Real, que reglamentaba asuntos civiles y penales en todo el Reino de Castilla, aunque con carácter supletorio, al igual que Las Partidas, que no fueron tomadas por leyes castellanas hasta el Ordenamiento de Alcalá, promulgado por mi padre.

Comprobado el extenso conocimiento que de la Ley tenía Juan García, pasadas cinco jornadas de aquella explicación brillante sobre Fueros y Cartaspueblas, me atreví a preguntarle, con bastante recelo, a la par que le exigía discreción sobre una cuestión que le iba a plantear, por ser muy delicada y que me concernía, solicitando que como mejor pudiera y placiera, me explicara lo dispuesto sobre la sucesión en el trono de Castilla, contestándome, al pronto, que esta cuestión era, por su naturaleza, muy delicada y compleja, añadiendo estar sujeta a reglamentaciones y normas contradictorias, debido a influencias recibidas en la jurisprudencia castellana de corrientes germánicas y otras, traídas recientemente del Derecho canónico y romano, y que en cualquier caso, unas y otras posturas se habían confrontado, desde el pasado siglo en Castilla, conduciendo a la nobleza, reyes, e infantes a practicar la guerra, y participar en litigios sucesorios al mismo Romano Pontífice y reyes de Portugal y Francia, también muy interesados en esta cuestión.

Ante esta sarta de introducciones y advertencias, y al estar yo muy sensibilizado por los trapicheos de la Favorita, que negociaba pactos con nobles castellanos entre los más influyentes, y en su beneficio, a lo que se añadían, ciertas manifestaciones del corrillo de aduladores del bastardo Enrique, que apostaba que aquél, a su tiempo, sería Rey de Castilla, y además, el largo silencio que mi padre venía manteniendo respecto de mí y de mi madre, la Reina, ambos muy solos en Talavera, trajo consigo que me preocupara por éstas y otras inquinas, que no vienen a cuento , y en consecuencia, en mi trastorno, pregunté a Juan García si yo, en calidad de Infante, tenía el mejor derecho a suceder en el trono a mi padre, y en el caso que así no fuera, ¿quién podría reclamar aquel derecho?, añadiendo a estas cuestiones si mi padre me podía desheredar y apartarme de la sucesión, beneficiando a la dinastía de los hijos tenidos con la Favorita.

Ante éstas cuestiones, Juan García se reposó, después de alterarse un poco, y más por haberlas yo requerido con exigencia y acritud, como si en ello me fuera la vida, respondiéndome él de forma pausada y con todo su entendimiento, rogándome que lo que él explicitara, sobre tan delicado asunto, lo guardare como reliquia y secreto, no desvelándolo a nadie, ni siquiera a la Reina madre, a Alburquerque o a mi Preceptor, manifestando, sobre tema tan sutil que en Castilla hasta ese momento regía el derecho de la costumbre, que hace que los reyes le sucedan sus hijos, prevaliendo los legítimos sobre ilegítimos, naturales y bastardos, y fallecido el primero de los legítimos, le sucediera el segundo, y a éste un tercero si lo hubiere, y así sucesivamente entre los hermanos, también llamados Infantes, y a falta de hermanos del primogénito fallecido, los nietos, nombrando entre los familiares más próximos un Regente o Consejo de Regencia hasta que el Infante tuviera adecuada edad para ser proclamado Rey por las Cortes que se constituyeran, añadiendo Juan García, que ésta disposición estaba en el ánimo, conocimiento y aceptación de todos hasta que fuera alterada por Alfonso X en las Partidas, donde estableció que la sucesión al trono se basaba en el derecho de primogenitura y representación, lo que significaba apartar al segundogénito del Rey del derecho de sucesión al trono cuando falleciere el Infante primogénito, y en consecuencia pasarían los derechos sucesorios a los hijos del primero, como así ocurrió al fallecer el Infante Fernando de la Cerda, que apartó a Don Sancho el segundogénito, pasando los derechos sucesorios al trono a Don Alfonso y Don Fernando, nietos del Rey Alfonso, decisión ésta que motivaría una guerra muy cruenta entre el Rey y su hijo Sancho, llegando al punto de que Alfonso X con dos testamentos hacía constar que desheredaba a su hijo Sancho, en castigo a su desobediencia y excesos, al tiempo que inhabilitaba para reinar a sus hermanos Infantes Juan, Pedro, Jaime y Manuel, llamando a la sucesión a sus nietos, Alfonso y Fernando, hijos de su muy amado y ya fallecido primogénito Fernando de la Cerda, haciéndome la salvedad Juan García de que las Partidas no tenían capacidad y fuerza de Ley para éste cumplimiento, por ser supletorias de los demás Fueros castellanos.

Dichas estas cosas sorprendentes por Juan García, quedé yo pasmado ante los aconteceres que vivieron mis ancestros, solicitando de nuevo al bueno de Juan García si él me podía trazar un modelo a seguir en el caso de que mi padre no testase su voluntad de sucesión al trono, acorde con el derecho de primogenitura, por si cualquier motivo llamaba a la sucesión a los hijos de la Favorita, contestándome aquél tutor que éstas cosas eran más hartas de peligros que las anteriores, por lo que me rogaría detenerme en estas preocupaciones y que las mismas las condujera hacia otras personas más cualificadas y de más confianza, insistiendo yo que en éste terreno y asunto tan delicado estaba muy sólo, confiando de pleno en lo que él pusiera como criterio, solicitando por ello, con mucha humildad, me diera consejo en cuestión tan grave, actitud ésta que conmovería a Juan García, por lo que se dispuso a reflexionar sobre la cuestión y yo tomar buena nota, recomendando entre otros ítems y en primer lugar que yo contase con la amistad o neutralidad de los Reyes de Aragón, de Navarra, de Portugal y de Francia, y si no de todos, al menos de uno de ellos; que luego contase con los favorables o neutralidad del Pontífice de Roma; que además contase con los favorables de los Condes y Señores de Castilla, y entre éstos, siempre con el Conde de Lara y Príncipe de Villena; y también, sumase los favorables o neutralidad de los Arzobispos de Toledo y Santiago, y de algunos de los Obispos y Abades mitrados de Castilla; y en el caso de que no pudiera contar con nadie o con muy pocos, oyera misa, y me pusiera de luto cuando fallezca mi padre, y después de enterrado en panteón, me vistiera con ropas reales y me proclamara Soberano y pasara yo a coronarme, siempre que contara con la fidelidad de las Órdenes militares de Calatrava, Santiago y Alcántara, prefiriendo la primera de Calatrava, y al tiempo prometiera privilegios mediando Cartas pueblas a todas las ciudades de realengo y por más, añadiría, Juan García, que si fallaran las recomendaciones anteriormente citadas, siguiera yo el ejemplo de mi padre, que al poco tiempo de coronarse empezó a cortas cabezas y mutilar a poderosos enemigos, entre ellos a su Tutor y tío carnal, Juan el Tuerto, y a Juan Alonso de Haro, Señor de Vizcaya, por hacer causa común con otros Condes de Castilla contra mi padre, sorprendiendo con estos degollamientos y mutilaciones y destierros a iguales y extraños su capacidad de terror, sembrando al inicio de su reinado el hábito de la crueldad, que es procedimiento común entre los reyes, después de agotar otros caminos y estrategias.
























El vizcaíno Anxón, antiguo Guarda Real, es elegido por Alfonso XI como preceptor del Infante Don Pedro.




CAPITULO IX



Álvaro Yañez Anxón, vizcaíno, de mozo, caballero villano con espuelas y en su día integrante de la Guardia de la Casa del Rey Alfonso, mi padre, abandonaría este oficio y las armas para entregarse al estudio de las Humanidades en Salamanca, continuando en Poitiers, donde recibiría la enseña de Doctor, siendo alumno aventajado y condiscípulo del que luego fuera santo, Buenaventura.

Conocida la probada lealtad y trayectoria, encontrándose aquél Doctor en tierras de Peñaranda de Duero y Coruña del Conde, enseñando y creando Escuela, lindantes y a escasas leguas de Lerma, donde descansaba el Monarca, éste le mandó llamar a su presencia para ofrecerle el encargo de mi formación, en calidad de Preceptor, quedando Yañez Anxon extrañado por la larga confianza y honor, al mismo tiempo que abrumado por el extraño oficio que se le otorgaba, así como responsabilidad que le caía encima, calmándole mi padre con palabras amables y animosas, apremiándole como primera faena que siempre me acompañara cuando no estuviera ocupado con Tutores, con la Reina o con él mismo y que tratara de desvelarme aspectos novedosos de la vida humana, a la par que hiciera acopio de recuerdos de lecciones que hubiera yo tomado y causaran huella en mí, para segundos análisis.

Aparte de estas zarandajas lo cierto es que mis padres buscaban a alguien, de mucha confianza, bien preparado, y muy armado moralmente para que me acompañara y fuera mi buena sombra, conociendo ellos la mejor virtud que adornaba a Yañez Anxon, consistente en su lealtad y aprecio hacia la familia real, presumiendo ellos que en el contacto conmigo se encariñaría, como así ocurrió, siendo uno de mis más fieles vasallos hasta mi muerte.

El vizcaíno Yañez Anxón, no perdería, a pesar de Salamanca y Poitiers, las maneras villanas de su naturaleza, expresadas en el lenguaje y gestos, tirándole mucho el monte, destacando en él su exuberante y prodigiosa imaginación, así como su espíritu aventurero, iniciándose en su preceptoría mediante el diseño y construcción de una fortaleza de fortuna ,exclusiva para él y para mí, levantada fuera del Alcázar del castillo, al otro lado de las murallas y más allá del río Arlanzón, alzando entre los dos un campamento militar, siendo él y yo la única soldada armada , sin que se distinguiera quién era el caudillo o quien de los dos mandaba más, castro que habíamos descubierto en una vaguada del camino y reconocido como bueno por tener un espacio vacío a la manera de cueva donde refugiarnos y cerca de allí muchos cantos rodados y otras piedras de cantera, con las que levantar muralla para defendernos del enemigo, que era de la morería y que acampaba a escasas leguas, prestas a atacarnos.
Lo evidente es que mi fantasía volaba con Anxón, levantando en cada jornada el muro, ajetreándome en tareas nunca acostumbradas que me dejaban baldao, con las manos sangrantes, piernas arañadas y riñones doloridos, por tanto esfuerzo y trasiego en aras a amurallar para defender la fortaleza que construíamos y que nunca acababa de cerrarse, dándonos voces de ánimo para terminar el fortín y proceder de una vez a guarnicionarnos de suficientes armas y rechazar a los moriscos que a cada jornada que transcurría más cercanos se encontraban. Al final del día nos jubilábamos con una alzada de nuestro estandarte y blasón que lo era en forma de águila en fondo de azures, a lo que seguía una chuletada, salpicada con huevos fritos, que sabían a gloria, constituyendo éstos comportamientos motivos de alegría y chanza en la Corte, luego que fueran barruntados por espías de la Casa de mi madre y narrados por los criados, y muy especialmente en el ámbito de mi padre, el Rey, porque veía y constataba mís inclinaciones de guerrero, y la Reina, por las ventajas que aquellas actividades favorecían a la mejora de mis deficiencias, fortaleciendo mi cuerpo, especialmente las manos, que ya no se retorcían después de convulsiones.

El tiempo con Yañez Anxon transcurría felizmente, tanto en horas de juego y entretenimiento, como en el estudio y análisis, celebrando él cuando le hacía preguntas que yo no remitía al resto de tutores, versando sobre materias diversas, maravillándome un día cuando le pregunte que me hablara sobre la indiscreción y la verborrea, contestándome de forma breve y concisa que es señal de poco entendimiento y de mucha necedad en el hombre que a cada pregunta que se hace, seguidamente se da respuesta, añadiendo, que el permiso que tienen los hombres simples en preguntar, de aquella licencia están privados los reyes ,los sabios y los inteligentes en responder, porque es sabido que las preguntas tienen su origen en la ignorancia, mientras que las respuestas proceden de la sabiduría y cordura, y en este sentido se extendería Yañez Anxon diciendo que buenos estarían los Reyes e Infantes herederos si hubiesen de satisfacer y responder a nobles, obispos y villanos, que muchas veces preguntan o piden para molestar y hacer daño, recomendando que a preguntas o demandas improcedentes o inoportunas debía yo disimularlas y pasar de ellas, insistiendo Anxón, que en el mucho hablar no falta pecado y que un Rey sabio debe saber ahorrar sus palabras porque quien guarda su boca, guarda su alma y su reino, concluyendo de esta retahíla que yo debía andar muy cuidado en los estudios y conocimientos para saber estar y valerme entre nobles y obispos maliciosos, procurando mantener con ellos la boca cerrada, haciendo ver Anxón que el conocimiento me libraría de deslenguados perversos y malvados y más, si estos quisieran seducirme con halagos y milongas; y que no hablara a los oídos del necio, y que cuando viera o tuviera noticias de que el lobo trababa amistad con un cordero que entonces, sólo entonces, me aliara con maledicientes y necios.

Y entrado en estas cuitas, un día, pregunté a Anxón de quien o quienes yo no debía fiarme, contestándome al pronto y con gran descaro, por saber todo de estas cuestiones, que en principio y primer lugar, de aquellos hermanos míos que estuvieren distanciados, haciendo suyo el decir de las gentes cuando afirman que más vale vecino cercano que hermano lejano, y más si entre ellos hay hacienda que heredar o fortuna que repartir, y en el caso que a mí concernía, nada más y nada menos que un trono en liza; y después de aquéllos, los hombres que fueran o se presentaran notoriamente necios o imprudentes y obraran con falta de inteligencia, en relación con las personas, o en el gobierno de las cosas; añadiendo Anxón que luego de descartar a los hermanos lejanos, y más si fueran bastardos, por ser entre éstos los más incordiantes y díscolos, y aquellos de condición necia, nunca me confiara y bien me protegiera de los que se movieran o empujaran por envidias y codicia, teniendo mucho cuidado si los que están detrás de estas cosas eran además ricos hombres, engranados en familias nobles, y por más soberbios, por estado y naturaleza, presentándose ante mí altivos sus ojos, de la misma guisa como lo hiciera el Infante Juan Manuel ante mi padre; y en el inferior orden, pero no por ello de consideración menor y a tener en cuenta, añadiría mi preceptor, debería yo desconfiar entre aquellos que hablan como charlatanes y verborreros, y opinan de todo, sin saber de nada la mitad, pervirtiendo en sus argumentos y narraciones lo más desfavorable de las personas y contenidos de gobierno, maquinando cosas malas, presentándose éstos como deslenguados y mentirosos, llenando este capítulo los conocidos por calumniadores, halagadores, injuriosos, maledicientes y malvados; y en un orden más inferior a lo referido, continuaría Anxón, que yo no debería confiarme en aquellos que fueran marcados por pecheros y cortesanos como mala gente por no atenerse a la ley y conducirse como ella obliga, corriendo ellos siempre tras el mal y presentándose en los tribunales con testimonios falsos; y por último, me diría Anxón que no fiara en gente extraña y en aquellos que el cristiano llama prójimo, por ser éstos desconocidos y no saber nada de su aliento e intereses, aunque hacía la salvedad que yo debía consultar, y trabar con el pueblo, y moverme en sus calles, y entre villanos para que dejaran de ser extraños y lo sumara entre los míos, como hiciera mi padre, añadiendo yo a este galimatías y para mis adentros que a partir de ahora sólo fiaría entre aquellos que fueran muy sabios y prudentes, pero sólo si venían adornados por discreción y lealtad acrisoladas, y además, que los que así fueran, tuvieran larga experiencia y se encontraran sin pecado, por vivir como santos en vida, y alejados de cualquier interés humano, y acorde con este criterio nadie, ni siquiera Anxon que reunía cualidades de sabio, discreto y leal podría alcanzar mi confianza por faltarle años suficientes que dotaran de experiencia y además, por ser persona que vivía en pecado, fuera de santidad, por lo mucho contado por él en nuestras horas de poco trasiego, gozando él como la mayoría de los mortales de la golosina de alimentos, siendo tildado en calidad de hambrón y gozar de gula, al tiempo que viviendo en soltería no hacía mas que ronear a las hermosas doncellas para que entraran al trapo y luego hacerse con ellas unas risitas, donde hubiera lechos de espinos, de flores o de borra, y por más, siendo aquél harto codicioso, juntando doblas y florines obtenidos por soldada y donaciones, en la cuantía de dos arcones y sumar hacienda suficiente para cuando vestir canas disfrutar de vejez tranquila y ventajosa.



































De cómo un renombrado físico judío en Zamora, Benasaya, remedia y cuida una enfermedad del Infante Don Pedro, que dejaría secuelas en el transcurso de su vida.




CAPITULO X



Sólo mi ayo, Don Vasco Rodríguez, luego Maestre de Santiago, conocía mi enfermedad y dolencias en los primeros años de mi vida, consecuencia de embarazo complicado de mi madre, resultado de desnutrición por desgana de apetito, abandono de mi padre que cumplía con la favorita Leonor de Guzmán, y defunción reciente de mi hermano, pariéndome de forma pelviana, con retención de cabeza, que según físicos y estudiosos de la salud afectaría a la oxigenación de los nervios.

Mi madre y ayo, antes de que yo cumpliera tres años achacaron a aquel trastorno del parto el retraso de mi crecimiento, en peso y estatura, pareciendo yo encanijado, necesitado de sobrealimentación, recomendada por los mejores dietéticos del reino, así como ataques convulsivos, que de sus resultas yo babeaba y retorcían mis manos, manifestándose los músculos de forma rígida y contraída, obligándome por tiempo breve a recoger las piernas con los brazos, ovillándome, al tiempo que sangraba hilillos por la nariz.

Con mucho tiento y discreción, mi madre y ayo taparon, algunas de las secuelas, sufriendo mucho mi madre por las dificultades que yo planteaba retrasando la actividad de ponerme en pie y caminar, permaneciendo yo en el gateo hasta los tres años, y con grandes problemas para agarrar objetos, aparte de mostrar menos capacidad de movimientos en la pierna y pie izquierdos, que a las resultas iban desproporcionándose y desequilibrando respecto de pierna y pie derechos, siendo ésto, junto a todo, angustiante para mi madre, que con resolución buscó a través de rabinos judíos información pertinente sobre algún médico que pudiera consultar, recomendando aquellos a uno muy renombrado, residente en Zamora, al que llamaban Benasaya, resolviendo de inmediato mi madre dirigirse a esa ciudad, desplazando su Casa, con gran contento de mi padre, que desconocía o no quería conocer la discapacidad que yo sufría, quedando él libre para gozar de la Favorita y de los bastardos tenidos con ella.

Benasaya, hombre entrado en años, ejercía con experiencia y eficacia la dietética, farmacia, y cirugía ,siendo muy relevante su herbario o libro descriptor de plantas medicinales, procurando a su alrededor una escuela de medicina donde estudiantes de su raza compartían sus enseñanzas, la mayoría sustentadas en la importancia de consumir vegetales, lavado de manos y pies, y todo los relacionado con el corazón, evitando palpitaciones rápidas, eliminando aquellos alimentos que perturbaren al flujo de la sangre o que alterasen la corriente de los nervios.

Mi madre, instalada en Zamora, acompañada por mi ayo, reclamaría la presencia en sus aposentos de Benasaya, incumpliendo lo ordenado por el Concilio de Zamora, reunido en 1311, que prohibió a los judíos practicar la medicina entre cristianos, siendo muy bien recibido aquel medico judío por la Reina y muy atendido y honrado por los servicios de su Casa, participando mi madre al galeno angustia y desesperación por la extrañeza de mi enfermedad que aunque no progresaba, ahí estaba presente, diagnosticando Benasaya después de análisis y observación, pasado tiempo, un posible mal de los nervios que partían del cerebro, instando a mi madre a que resolviese por una de dos opciones que él contemplaba como las mejores entre varias, una de ellas muy peligrosa, radical y de actuación rápida, poniendo en riesgo mi vida por ser necesaria, consistente en punción de médula, y otra, que requería largo tiempo en su tratamiento, fundamentado en una alimentación muy cuidada, baños calientes, ingesta de hierbas, ejercicios que procurasen el alargamiento de músculos y tendones, a través de masajes, y medicación a base de sales de magnesio, resolviendo mi madre por la segunda, la más segura y esperanzadora, acertando con ello, porque después de un año de tratamiento empecé a mejorar, dejando de babear, poniéndome de pie y correr tras los criados, y crecer en peso y estatura, cogiendo fuerzas y energías, y también colores en la cara que me hacían de manzanita, poniéndome guapo como decía mi ayo, y con ello fomentar alegría y entusiasmo entre los que me querían, incluyendo a mi padre que cuando no libraba guerra venia a Zamora a verme y llevarme de montería.

No obstante quedaron secuelas que me marcaron para toda la vida, una de ellas localizada en el pie izquierdo que era mas pequeño que el derecho, obligándome a usar de doble o triple calzeta en ese pie para ajustar sandalia o zapato, y otra de carácter más grave consistente en convulsiones ligeras que asomaban siempre con ocasión de las primeras horas de sueño, y que movían a mi cuerpo a ponerse de pie y a esperar silencios de pensamientos, vacíos, pasillos largos, como si se me perdiera la vida, luchando yo sólo por no morir, peleándome de continuo pegando porrazos en el suelo con los pies para agarrarme a la vida, y que la parca no me llevara a las sombras, y así pasaba yo muchas noches, sin contarlas a mi madre, ni a nadie, siendo por eso receloso y muy cuidado en que mi ayo estuviera muy cerca por si algo me pasara y la negra muerte me pudiera matar.




Cumplidos los doce años volví con mi madre a Zamora, sólo con la excusa de saludar y agradecer a Benasaya su buen hacer y tino en mi salud, recibiéndonos él y su extensa familia con atenciones y hospitalidad, preguntando el galeno sobre cuestiones musculares de coordinación, y otras cuestiones sobre si tenía problemas con el habla, si ceceaba o tenía dolores de cabeza, respondiendo a éstas y otras cuestiones de forma negativa, centrando la consulta para informar a Benasaya sobre el tamaño del pie izquierdo más reducido que el derecho y ciertos chasquidos que se producían en las articulaciones recién levantado o cuando me iniciaba en cualquier actividad después de reposo prolongado, y también, los sustos que me daban algunas convulsiones que conducían a vacíos mentales, aunque éstas se producían de forma extraña, algunas veces después de comer ciertos alimentos, entre otros, dulces de almendras y coco, presentándose aquellas muy distanciadas en el tiempo. Frente a este cuadro de dolencias encomendó Benasaya una alimentación basada en vegetales, así como guisos de arroz, y de verduras, revueltos con carnes de corderos castrados, sugiriendo rechazara ingerir carne de cerdo y leche , al tiempo que me instaba a que cultivara con más vehemencia los ejercicios físicos que realizaba con el maestro de armas en especial aquellos que fortalecían las extremidades, cargándome de pesos cuando hiciera los ejercicios, y muy especialmente que recibiera baños calientes, alternándolos con fríos, en las salas de baños que disponían los moros, y después masajes de alcohol en brazos y piernas, sin olvidar las sales de magnesio, que tan buen resultado habían tenido en el remedio de la enfermedad.

Benasaya y su familia, después de esta segunda visita de integrantes de la familia real, gozaría de ciertos privilegios, entre otros, abrir consulta a cualquier gentil, llenándose su casa de enfermos de todas las razas, reinos y naciones, beneficiándole la reina con su tesoro personal a fin de que se construyera hospital atendido por judíos y cristianos y tres sinagogas, así como un cementerio exclusivo para la judería, fuera de las murallas, rompiendo así con estas y otras actuaciones el sentimiento deicida que algunos clérigos alimentaban entre los cristianos, y muy especialmente en épocas de cuaresma, coincidiendo el viernes santo mediando arrojamientos de piedras a las viviendas de las juderías, lanzadas por aquellos clérigos desde las alturas de las iglesias.

El contacto con Benasaya, hombre excepcionalmente bueno, cargado de misericordia, humildad, prudencia, sensibilidad, inteligencia, cariño por sus hijos, aparte de su sabiduría en la medicina y otras artes y su familia, removió mis actitudes, sentimientos y consideraciones respecto de las personas de esa raza, situando entre paréntesis la condición religiosa y nacional, haciéndome más tolerante y abierto a otras dimensiones del mundo que yo veía venir y que algunos de los mensajes de mi Preceptor me hacían reflexionar, situándome en continuas e interesantes dudas, por desequilibrar mi armonía, tan alabada por el cristianismo y que predicaba aquel triste clérigo tutor, sustituido en la tutoría por otro clérigo más joven, menos aburrido, más abierto a las nuevas corrientes, llamado Bernabé, que luego sería Obispo de Osuna, elevado a esta condición por mi padre por sus buenos servicios, teniéndolo yo siempre en muy buena consideración, estima y aprecio.

El contacto de mi madre con la familia Benasaya saltó a todos los reinos cristianos y árabes instalados en la península, sorprendiendo la muy buena actitud que mi padre, el rey Alfonso XI, no sé si por agradecimiento oculto por remediar mi enfermedad, tal vez conocida y no compartida con nadie, que mantuvo con el pueblo judío, rompiendo el anatema de la iglesia oficial sobre que el judaísmo era el pueblo asesino de Cristo, impulsando, por el contrario a los cristianos a que confiaran en ellos por su condición excepcional de físicos o médicos, astrólogos, sastres de sotanas y sobrepellices de Obispos, fumigadores de Iglesias mediante salmerios y candelabros, orfebres, maestros herradores y muchos oficios necesarios en las nuevas ciudades que iban levantándose, recomendando el rey para ellos la actividad del préstamo, que muchos enemigos de la corona tildaron como usureros, siendo ésta una de las causas de las persecuciones que sufrieron los judíos en Francia e Inglaterra, allegándose muchos de ellos a Castilla, donde sabían que serían bien recibidos por un Rey al que llamaban el Justiciero, y que tenía un hijo Infante de Castilla, de nombre Pedro, que conocía parcialmente el Talmud y el Pentateuco, y hablaba de cuestiones morales con rabinos renombrados, que apreciaban en él ese detalle de inteligencia, tolerancia y apertura de miras.

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